Chile enfrenta una paradoja silenciosa pero urgente: mientras aumenta la visibilidad social de los problemas de salud mental, también crece el riesgo de reducir el malestar emocional a un asunto exclusivamente farmacológico. Así lo advierte el psicólogo e investigador Dr. Jaime Silva Concha, director del Instituto de Bienestar Socioemocional de la Universidad del Desarrollo (IBEM UDD), quien plantea una crítica sustantiva al enfoque actual: “Lo que antes entendíamos como parte inevitable —e incluso formativa— de la vida, hoy lo leemos como un desajuste que debe corregirse rápidamente”.
Este fenómeno no es aislado. Las cifras lo confirman. En las últimas dos décadas, Chile multiplicó por siete su consumo de antidepresivos, pasando de 13 a 90,7 dosis diarias por cada 1.000 habitantes entre los años 2000 y 2021, lo que lo posiciona hoy como el quinto país con mayor consumo de antidepresivos de la OCDE. A la par, el último “Termómetro de la Salud Mental” (ACHS–Universidad Católica, enero 2025) reveló que el 13,7% de los encuestados presenta síntomas moderados o severos de depresión, con una prevalencia particularmente alta en mujeres (17,4%).
“No estamos enfermos por sentirnos tristes. Estamos vivos. Y desde esa vivencia, por incómoda que sea, puede surgir algo transformador”, señala el Dr. Silva, quien sostiene que el sufrimiento emocional no debe ser automáticamente interpretado como un trastorno psiquiátrico, sino como una señal legítima que merece escucha, contención y reflexión.
En su nuevo libro Detén el estrés, Silva desarrolla el concepto de la “tiranía de la felicidad”, una crítica a la cultura que exige bienestar constante y optimismo obligatorio. “Hemos construido una cultura emocional intolerante al sufrimiento”, plantea, “y lo que ocurre cuando forzamos esa narrativa es que empobrecemos nuestra vida afectiva”.
Desde una mirada científica y humanista, el investigador propone un cambio de paradigma en la forma de abordar el malestar: comprender las emociones como brújulas evolutivas, no como errores bioquímicos. Su enfoque, basado en la Terapia de Regulación Emocional, promueve una lectura relacional de las emociones, donde el vínculo y la pertenencia social son fundamentales para la sanación.
Este diagnóstico crítico encuentra eco en otras voces del pensamiento contemporáneo. La psicoanalista chilena Constanza Michelson ha advertido que “los diagnósticos le ganaron a las preguntas y las pastillas a las palabras”, subrayando cómo el exceso de etiquetas clínicas ha reemplazado el diálogo emocional y el acompañamiento humano.
Además, un reciente sondeo del Instituto Nacional de la Juventud (INJUV) revela que el 87,4% de los jóvenes cree que las personas con problemas de salud mental evitan hablar por temor a la discriminación, y casi el 80% estima que el país le da poca importancia a estos temas.
“No hay regulación emocional sin vínculo. Las emociones son sistemas de comunicación. A veces lo que llamamos ansiedad es una forma legítima de alarma frente a un entorno que ya no es seguro”, añade el Dr. Silva. “Si medicamos sin escuchar, perdemos el contexto del síntoma y, con él, la oportunidad de transformación”.
Replantear el enfoque: de la farmacología al acompañamiento humano
El llamado de los expertos no es a eliminar los medicamentos —que pueden ser útiles en situaciones específicas—, sino a evitar su uso automático y desvinculado de una comprensión emocional profunda. En lugar de silenciar el malestar, se propone recuperar la capacidad de preguntarse por su origen y sentido.
Esta perspectiva exige políticas públicas más integrales, una alfabetización emocional transversal y entornos educativos, familiares y comunitarios que favorezcan la expresión y la contención de las emociones humanas.
En una sociedad que medicaliza la tristeza, la ansiedad y la frustración, hablar de salud mental implica también hablar de vínculos, de sentido, de comunidad. Porque el bienestar no se compra: se construye.