Las bajas temperaturas, el viento y la reducción del parpadeo frente a dispositivos electrónicos alteran la producción y estabilidad de la lágrima, provocando molestias oculares que pueden llegar a ser crónicas.
Durante los meses fríos, muchas personas experimentan molestias persistentes en los ojos: ardor, enrojecimiento, visión borrosa o una constante sensación de arenilla. Estas señales pueden ser una advertencia de la aparición del síndrome del ojo seco, una afección oftalmológica cuya sintomatología aumenta de forma significativa en otoño e invierno, especialmente entre quienes pasan largas horas frente a pantallas digitales.
El fenómeno no es nuevo, pero su incidencia ha crecido en la última década y se estima que entre un 10 y un 34% de la población mundial sufre de esta enfermedad. María Soledad Fierro, coordinadora de Oftalmología de la carrera de Tecnología Médica de la Universidad Andrés Bello, sede Concepción, explica que esta condición responde a una alteración en la producción o calidad de la lágrima. “En algunos casos, las glándulas lagrimales disminuyen su actividad; en otros, la composición del fluido no logra estabilizarse sobre la superficie ocular, lo que provoca una evaporación más rápida y deja al ojo expuesto a factores ambientales agresivos”, señala.
El frío y el viento son determinantes. Ambos elementos reducen la humedad relativa del ambiente y aceleran la pérdida de la película lagrimal que recubre y protege el globo ocular. A esto se suma un cambio en los hábitos visuales: el uso prolongado de pantallas disminuye la frecuencia del parpadeo, lo que interrumpe el proceso natural de lubricación. La mirada fija durante horas frente a un monitor compromete el equilibrio lagrimal y genera fatiga ocular, un síntoma que suele aparecer acompañado de dolor de cabeza y sensibilidad a la luz.
La edad también influye. Con el paso del tiempo, la cantidad y calidad de la lágrima disminuyen de forma progresiva. Enfermedades sistémicas como la diabetes o la artritis reumatoide afectan directamente las glándulas encargadas de su producción, lo que incrementa la probabilidad de desarrollar un cuadro crónico. Fierro advierte que estos pacientes requieren un seguimiento más riguroso, ya que el síndrome puede avanzar sin ser percibido hasta que el daño en la superficie ocular es evidente.
El tratamiento varía según la gravedad del caso. La académica explica que, en etapas iniciales, las lágrimas artificiales permiten recuperar la lubricación y reducir la sintomatología. Algunas formulaciones incorporan Omega-3, un componente que mejora la capa lipídica de la película lagrimal y retrasa su evaporación. En casos más complejos, se puede optar por procedimientos como el taponamiento de los puntos lagrimales, que evita la fuga prematura del fluido, o intervenir quirúrgicamente en la glándula lagrimal cuando existen alteraciones anatómicas.
Más allá del tratamiento, Fierro subraya la importancia de incorporar cambios en el estilo de vida. Recomienda limitar la exposición directa al viento, utilizar anteojos con filtro solar durante el invierno, mantener una higiene ocular adecuada y reducir los tiempos de exposición a pantallas, sobre todo en espacios con calefacción ambiental, que reseca aún más el aire. También sugiere incorporar en la dieta alimentos ricos en ácidos grasos esenciales, como pescados azules, semillas o frutos secos, que contribuyen a la estabilidad de la película lagrimal.
Advierte, además, que muchos pacientes consultan cuando los síntomas ya son severos y persistentes. Sin embargo, un diagnóstico temprano puede prevenir la progresión del síndrome y evitar complicaciones mayores. Enfatiza que cualquier persona que experimente molestias recurrentes en los ojos debe consultar con un especialista. “El ojo seco no es un problema menor ni una incomodidad transitoria”, afirma. “Cuando se ignora, puede afectar de manera permanente la calidad visual y la salud ocular”.