En el quiasma óptico, en nuestro cerebro, se encuentran los relojes biológicos que gobiernan nuestros ritmos esenciales. Cada vez que se produce un cambio de horario, este centro neurológico se ve afectado, desencadenando alteraciones que impactan en la vida de muchas personas.
Para comprender por qué nos cuesta adaptarnos a los cambios de horario, resulta crucial entender que las funciones humanas no se rigen estrictamente por un ciclo de veinticuatro horas. Nuestro ciclo fisiológico, por ejemplo, se completa en aproximadamente veintitrés horas, mientras que el ritmo emocional, que modula nuestro estado de ánimo, se extiende cerca de veintiocho horas. El ciclo intelectual, por su parte, que influye directamente en nuestras capacidades cognitivas, dura alrededor de treinta y tres horas.
Esta disparidad explica por qué en ocasiones podemos experimentar un rendimiento físico óptimo mientras nuestras facultades intelectuales flaquean, o viceversa. Conocer estos ritmos individuales se convierte, entonces, en una herramienta poderosa para organizar nuestras actividades cotidianas de manera más armoniosa.
La implementación del horario de verano, originalmente concebida durante la Primera Guerra Mundial y ahora vigente en más de setenta países, busca principalmente economizar energía eléctrica aprovechando la prolongada luz solar de los días estivales. Sin embargo, las consecuencias de esta alteración horaria generan amplios debates, respaldados por estudios epidemiológicos que resultan escasos y, en no pocas ocasiones, contradictorios.
El impacto real del cambio horario depende fundamentalmente de la respuesta individual y colectiva. Mientras algunas personas desarrollan procesos biológicos y psicoemocionales que facilitan su adaptación a las nuevas circunstancias, otras pueden experimentar estrés significativo ante la misma situación.
La Sleep Foundation ha documentado que las personas duermen en promedio cuarenta minutos menos el lunes siguiente al ajuste primaveral del reloj, y no resulta extraño que las alteraciones del sueño persistan durante días o incluso semanas. Una encuesta de la American Academy of Sleep Medicine refleja que el cincuenta y cinco por ciento de los adultos reporta sentirse notablemente cansado tras el cambio horario.
Se ha observado también una posible afectación en la salud cardiovascular, aunque las causas exactas permanecen inciertas. La alteración del ritmo circadiano del organismo surge como hipótesis, si bien algunos estudios indican que esta condición suele normalizarse tras la segunda semana.
La capacidad para tomar decisiones se ve igualmente comprometida, pues la privación de sueño afecta directamente nuestro pensamiento, aumentando la propensión al riesgo y al error. Investigaciones publicadas en el Journal of Applied Psychology registraron un incremento en la distracción y la llamada “ciberpereza” durante el lunes posterior al cambio, reflejando una clara merma en la productividad. Afortunadamente, estos efectos suelen ser transitorios, ya que el organismo eventualmente se acostumbra al nuevo horario.
Finalmente, este cambio puede ser algo más complejo, pues, pese a las preferencias de gran parte de la población por tener largas horas de luz durante la tarde en el verano, el horario de invierno se alinea mejor con nuestra ubicación geográfica y favorece la integridad de nuestro sistema circadiano.
Por Sara Contreras Sandoval, Directora de Escuela de Enfermería de la Universidad Andrés Bello