Los programas presidenciales en Chile vuelven a demostrar una preocupante miopía: la educación se menciona como un derecho o como un instrumento de movilidad social, pero no como un sistema que requiere una transformación estructural y sostenida desde su base. Las candidaturas más visibles —Jeannette Jara, Evelyn Matthei, José Antonio Kast, Franco Parisi y Harold Mayne-Nicholls— repiten fórmulas conocidas: gratuidad, disciplina, infraestructura, innovación o inteligencia artificial. Pero ninguna aborda el verdadero núcleo del problema chileno: la calidad de la educación pública y la profunda desigualdad que se gesta desde la cuna.
Mientras Jara insiste en extender la gratuidad universitaria —una bandera de justicia aparente, pero de impacto limitado—, la brecha de aprendizaje en los colegios municipales continúa creciendo. Las cifras muestran que los niños que asisten a establecimientos públicos ingresan a la educación superior con años de desventaja respecto de sus pares particulares. Hablar de gratuidad sin reparar la base es, en el mejor de los casos, una ilusión populista; en el peor, una política regresiva que perpetúa la segregación que dice combatir.
Matthei, por su parte, centra su discurso en la formación técnico-profesional, en la autonomía de los directores y en la convivencia escolar. Es un diagnóstico parcial. El problema no está solo en la disciplina ni en la burocracia, sino en la falta de docentes bien formados, apoyados y vocacionalmente sostenidos en las aulas más vulnerables. Ninguna propuesta toca la estructura de incentivos que hoy empuja a los mejores profesores hacia colegios privados, dejando al sistema público con menos recursos humanos y menos reconocimiento.
Kast, con su plan “Patines para Chile”, promete recuperar el mérito y la libertad de enseñanza. Sin embargo, su visión anclada en el orden y la selección olvida que la desigualdad de origen impide que el mérito sea una condición equitativa. Sin nivelar las condiciones de partida, el mérito solo refuerza la exclusión. La creación de liceos de excelencia no sustituye el deber de elevar el estándar de todas las escuelas públicas.
Parisi y Mayne-Nicholls incorporan la inteligencia artificial como una herramienta pedagógica, lo que podría ser una señal de modernización si no fuera porque el sistema chileno aún carece de las condiciones mínimas de conectividad, infraestructura y formación docente para usarla con sentido pedagógico. Antes de hablar de algoritmos, deberíamos asegurar aulas sin goteras, materiales actualizados y profesores con acompañamiento permanente.
Chile necesita una revolución silenciosa pero profunda en sus aulas públicas: atraer y retener profesores con verdadera vocación, dotar a los SLEP de recursos y liderazgo pedagógico, reducir la fragmentación institucional, y priorizar la educación inicial como la gran política de equidad de largo plazo. Sin esto, hablar de gratuidad o de IA es construir castillos en el aire.
La calidad educativa no se decreta ni se informatiza: se construye en la sala de clases, día a día, con un Estado que asuma su rol de guía y no un mero administrador de subsidios. Ninguno de los programas presidenciales actuales enfrenta con valentía esta tarea. Todos miran hacia arriba, cuando el verdadero futuro del país se juega —silenciosa, desigual y persistentemente— abajo, en la escuela pública.
Por Rafael Rosell Aiquel, rector de la Universidad del Alba