Samuel Erices – Académico Trabajo Social, UCEN
Desde el inicio de la emergencia sanitaria, en marzo de 2020 ya han transcurrido cuatro meses, en donde hemos sido testigos de cambios, ajustes e impactos en distintos niveles de nuestra sociedad, tanto en lo político, social-emocional y económico.
Las interacciones que desde ahí se evidencian son variadas, disímiles y van más allá de lo complejo, ya que reflejan el sentir, la preocupación y el miedo en las personas, sin constituirse en una excusa que les inmoviliza, por el contrario, más bien alienta a la organización, empuja la solidaridad, aumenta la fraternidad y fortalece la valoración de los otros en los distintos contextos de los que muchas personas somos parte en nuestro país.
Los diversos medios de comunicación informan sobre el alcance de la pandemia: desempleo, escases de recursos y pobreza, y advierten sobre la catástrofe del Chile actual pero, además, y en contrapartida, desde el núcleo social, germina una capacidad de resiliencia ciudadana que ha fortalecido la asociatividad y solidaridad entre las organizaciones sociales, que se han transformado en otra primera línea de asistencia a los vecinos más vulnerados producto del coronavirus.
¿La pandemia nos obliga a la distancia física? Si, es fundamental, pero de la misma forma nos dice no a la desconexión social. En ese sentido, muchas organizaciones y juntas de vecinos a pesar del confinamiento, han asumido un rol estratégico en cada barrio, organizando ollas comunes, asistiendo a los enfermos, cuidando a los adultos mayores, conteniendo a las mujeres y enfrentando situaciones de violencia física y mental.
Este apoyo de la comunidad ha sido esencial para las familias más golpeadas por la enfermedad y se ha transformado en una viga sólida para las personas, más allá de la ayuda formal del Estado que muchas veces es escasa o nula.
Hoy vemos que la comunidad siempre ha estado viva y atenta a actuar frente a los problemas ciudadanos.