Por Marco Subercaseaux docente del Magister en Vivienda y Barrios Integrados UNAB
La discusión del presupuesto siempre revela más que números. En medio del debate anual por la Ley de Presupuestos reaparece un tema que persiste, sobre todo cuando el país enfrenta temporadas especialmente duras de incendios: cómo financiamos la arquitectura de resiliencia que sostiene a Chile, un territorio donde vivir significa convivir con amenazas permanentes.
Chile es uno de los territorios más expuestos del mundo. Naciones Unidas ha señalado que el 84% del territorio nacional enfrenta riesgos naturales, un dato que obliga a leer cada decisión pública con mirada sistémica. A esto se suma la presión creciente sobre los servicios de primera respuesta.
En 2024, Bomberos atendió 171.022 emergencias; solo en Santiago, más de 10 mil, equivalentes a 600 llamadas diarias, una cada 2,4 minutos. A nivel global, el fuego también ha cambiado de comportamiento: aunque la superficie quemada ha disminuido un 26% en dos décadas, la población expuesta ha aumentado un 40% (Science, 2023). El fuego ya no avanza hacia las ciudades; son las ciudades las que han avanzado hacia él.
Quienes trabajamos en gestión de proyectos sabemos que los sistemas que operan bajo alta incertidumbre necesitan estabilidad para planificar, priorizar y anticipar. No porque la estabilidad garantice certezas, sino porque ordena decisiones en contextos donde la presión del riesgo crece más rápido que los ciclos presupuestarios. Un presupuesto es, en esencia, una negociación entre necesidades legítimas que compiten por recursos siempre limitados. Por eso, cualquier análisis sobre el financiamiento de Bomberos exige prudencia conceptual y una comprensión global del sistema, evitando lecturas confrontacionales que reducen un problema complejo a un intercambio político.
En este marco, el proyecto de presupuesto hoy en discusión contempla una reducción cercana al 4% para Bomberos y ajustes más profundos en áreas de inversión, especialmente aquellas vinculadas a equipamiento crítico —carros, herramientas hidráulicas, equipos de respiración, mangueras— cuya adquisición depende muchas veces de compromisos en moneda extranjera. Es importante entender lo que esto significa en términos de continuidad operacional en un país cuya exposición a emergencias seguirá creciendo. Cuando se contrae la inversión, no se afecta el presente inmediato; se tensiona el futuro del sistema.
Bomberos, con sus 314 cuerpos a lo largo del país, es más que un servicio de emergencia: es parte de la infraestructura social que permite que Chile funcione incluso en condiciones adversas. Está imbricado en el tejido de cada comuna, barrio y territorio. Su legitimidad se explica por una combinación excepcional: voluntariado, disciplina, formación técnica y un compromiso público arraigado en la experiencia cotidiana de miles de personas. Desde la perspectiva urbana y territorial, esta combinación no se sostiene solo con vocación, sino con gobernanza: confianza, transparencia y responsabilidad. Esa legitimidad, construida durante décadas, es un activo que merece protección con criterios de largo plazo.
Por eso, más allá de la discusión anual, la conversación presupuestaria debería abrir espacio a un análisis mayor sobre resiliencia. Los incendios, las inundaciones y las emergencias urbanas no son anomalías: son externalidades crecientes del desarrollo territorial, del cambio climático y de la expansión de nuestras ciudades. En ese escenario, el financiamiento de Bomberos no es un gasto; es infraestructura. Es parte del andamiaje que sostiene la continuidad operativa del país cuando todo lo demás se vuelve frágil.
La resiliencia de Chile no depende solo de normas o instituciones, sino de una red humana, técnica y organizacional que responde en cada emergencia. Esa red, muchas veces invisible, es la que mantiene al país funcionando cuando el entorno se vuelve adverso. Y esa arquitectura —hecha de personas, equipamiento, formación y organización— requiere continuidad, visión larga y comprensión profunda del territorio.
Por eso es necesario discutir mecanismos que permitan mayor estabilidad, como presupuestos plurianuales para áreas críticas de la gestión del riesgo. La experiencia internacional muestra que los países que avanzan hacia modelos más resilientes lo hacen blindando ciclos de inversión y asegurando continuidad en los componentes esenciales de su infraestructura de emergencia. No para gastar más, sino para planificar mejor.
Chile no se sostiene por inercia. Se sostiene porque, detrás de cada llamada, hay miles de personas que sostienen la vida del país todos los días. Convertir esa resistencia en una política de Estado es el desafío. Porque la próxima emergencia llegará, y lo que estará en juego no será solo la respuesta inmediata, sino la solidez de la estructura que hayamos construido para enfrentarla.




