En una decisión sin precedentes, Donald Trump firmó el pasado 10 de febrero una orden ejecutiva suspendiendo la aplicación de la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA), argumentando que “perjudica la competitividad de las empresas estadounidenses”. Ahora las compañías de EE.UU. pueden pagar sobornos sin preocuparse por las sanciones.
Esta medida representa un retroceso en la lucha contra la corrupción. Desde su promulgación en 1977, la FCPA ha ayudado a regular y sancionar prácticas delictuales, evitando que las empresas estadounidenses usaran la corrupción como herramienta de negocios. Con esta suspensión, el soborno se hace parte del modelo de negocios.
Trump justifica la suspensión afirmando que la ley ponía en desventaja a las empresas de EE.UU. frente a sus competidores en mercados donde los sobornos son una práctica común. ¿El problema? En lugar de elevar los estándares internacionales, lo que hace es nivelar hacia abajo, permitiendo que las empresas norteamericanas jueguen con las mismas reglas sucias que compañías en países con regulaciones emergentes.
El argumento de la competitividad suena más a una excusa que a una razón. Si fuera cierto, bastaría con fortalecer tratados multilaterales y aplicar presión diplomática para evitar prácticas corruptas. En cambio, lo que tenemos es la validación institucional del cohecho como estrategia de negocios.
Países que han adoptado normas similares a la FCPA, como el Reino Unido con su Bribery Act o los tratados anticorrupción de la OCDE, quedan en una posición incómoda. Estados Unidos, que hasta ahora lideraba la agenda de integridad corporativa, abandona su rol fiscalizador y deja a sus aliados sin el respaldo de una de las regulaciones más estrictas del mundo.
Para América Latina, la suspensión de la FCPA es una mala noticia. Muchos casos de corrupción expuestos en la región (Odebrecht, Petrobras, SQM) se investigaron en parte gracias a esta ley. Con EE.UU. retirándose de la ecuación, el incentivo para que gobiernos y empresas refuercen sus propios marcos normativos se debilita.
Lo más preocupante es lo que vino después. La orden ejecutiva no solo pausó la aplicación de la ley, sino que también instruyó al Departamento de Justicia a congelar acciones judiciales en curso y revisar las investigaciones abiertas. En la práctica, empresas que estaban enfrentando procesos por soborno hoy tienen un pase libre. Borrón y cuenta nueva.
El retroceso no es solo jurídico, también es simbólico. Si hoy se valida el cohecho en los negocios internacionales, ¿qué sigue? ¿Eliminar las sanciones por fraude financiero?
A más de dos meses de la suspensión, no se han presentado nuevas directrices ni se ha convocado a instancias multilaterales para buscar estándares alternativos. Al parecer la ética y la integridad empresarial pasaron a un segundo plano frente a la conveniencia política y económica. Pero la corrupción siempre tiene costos. No es cuestión de si habrá escándalos, sino de cuándo y con qué magnitud. Y cuando eso pase, no será solo un problema de reputación para EE.UU., sino un golpe al sistema financiero global. Trump ha decidido apostar por el corto plazo. Pero los costos los pagaremos todos.
José Ignacio Camus
Director de Admiral Compliance y cofundador de AdmiralONE