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¿Debería sorprendernos?

A quienes aún siguen los noticiarios de televisión y/o revisan constantemente la prensa escrita, les habrá llamado la atención que durante la semana recién pasada surgió un nuevo tópico en la avalancha noticiosa que ha significado el Covid-19: El incremento en las denuncias por violencia en el ámbito familiar, particularmente contra niños, niñas y adolescentes.

La violencia infantil no solo transgrede la ley, sino que también la salud pública, ya que es en esta etapa cuando el cerebro humano se desarrolla de manera más significativa y por ende, cualquier tipo de experiencia traumática altera el normal desarrollo de todas sus capacidades, a corto, mediano y largo plazo. Al respecto, se estima que cerca del 60% de los/as niños/as víctimas de violencia desarrollará trastornos mentales de moderados a graves a lo largo de su vida, lo cual afectará no solo su salud mental, sino también la de las personas que les rodean y por qué no, de la sociedad en la que estarán insertos/as.

Las estadísticas son claras, a la existencia de altos índices de violencia en contra de nuestra infancia, se suman los estudios sobre la salud mental de los/as niños/as en el país, cuyas tasas son preocupantes. A ello sumemos lo planteado por el reconocido psiquiatra chileno Jorge Barudy, quien refiere que por cada año de maltrato contra un/a niño/a, se requieren 3 años de terapia para lograr “reparar” su daño.

¿Debería sorprendernos? No. Pero indignarnos, claro que sí.

No hay dudas, algo sucede al interior de nuestra sociedad y en los hogares que lo componen, que han promovido la proliferación de una pandemia quizás más dañina que el COVID-19, y que es el maltrato contra la infancia. El gran problema es que existen personas que aún ven en la violencia un modo de “educar” y relacionarse con los/as niños/as y adolescentes. Por ende, la educación emocional y la denuncia es la mejor forma de combatir esta enfermedad.

 

Moufarrej Riff

Académico

Ucen Región de Coquimbo

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