Probablemente, el próximo 3 de enero, Chile conocerá su cifra oficial de pobreza, calculada con un instrumento renovado, más realista y más exigente. No es un simple ajuste técnico. Es la actualización más profunda en una década de la principal brújula social del país. Y llega en un momento en que el debate público parece atrapado entre percepciones, consignas y urgencias, pero carece de una línea clara para entender qué tan bien —o qué tan mal— estamos cuidando a quienes viven con menos.
La premisa que sostiene esta actualización es elemental, aunque a veces se olvida: la pobreza cambia. Los países se transforman, las expectativas de bienestar se elevan, las formas de exclusión se complejizan. No medir esas transformaciones es una forma de negarlas. Por eso, el Ministerio de Desarrollo Social y Familia acogió casi en su totalidad las recomendaciones de la comisión presidencial que me tocó integrar y decidió ajustar tanto la medición de pobreza por ingresos como la multidimensional. Además, se han incorporado nuevas variables, corregido distorsiones y, sobre todo, identificado mejor a quienes viven en condiciones más severas.
Uno de los cambios más relevantes es la eliminación del “alquiler imputado”, ese ingreso ficticio que se sumaba a los hogares propietarios como si hubieran arrendado su vivienda, aunque no recibieran un solo peso por ello. En el 20 % más pobre, esta imputación llegaba a explicar casi el 40 % del ingreso estimado. Gracias a ella, miles de hogares parecían no ser pobres… solo en el papel. Quitar esta distorsión es un acto de responsabilidad estadística y política. También se crea un sistema más realista al establecer líneas de pobreza diferenciadas para quienes arriendan y quienes no; se actualizan los patrones de consumo con una Encuesta de Presupuestos Familiares más reciente, y se redefine la canasta básica para priorizar una alimentación saludable en un país que dejó atrás la desnutrición, pero convive con la malnutrición y la obesidad.
En materia multidimensional, el avance es igual de sustantivo: se pasa de 15 a 20 indicadores, que ya no solo miden acceso a bienes y servicios, sino también la calidad de esos bienes y servicios: los aprendizajes reales en la escuela, la atención efectiva en salud, la informalidad laboral, la carga del cuidado, la vivienda según los criterios actuales de déficit. Todo ello con un umbral mucho más claro: un hogar es pobre multidimensional si presenta cinco o más carencias, sin ponderaciones que oscurezcan la lectura.
Tal vez el paso más significativo sea la creación de la categoría de Pobreza Severa, que propiciamos desde el Hogar de Cristo. Identifica a los hogares que son simultáneamente pobres por ingresos y en lo multidimensional. Es la manera más precisa de visibilizar a quienes viven en una exclusión profunda y acumulada, que no se resuelve solo con transferencias monetarias ni solo con servicios sociales: requiere ambas cosas, integradas, sostenidas y oportunamente entregadas.
En un país que tiende a discutir sobre cifras sin fijarse en cómo se construyen, esta actualización es una invitación a mirar de frente. A entender que medir no es un ejercicio burocrático, sino una decisión de máxima responsabilidad social: aquello que se mide existe para el Estado; lo que no se mide, no.
El 3 de enero sabremos cuántas personas viven hoy en pobreza bajo este nuevo estándar. Es probable que la cifra suba. No porque el país haya empeorado en silencio, sino porque ahora contamos con un instrumento que deja menos margen para las ilusiones y las autoindulgencias. No es una mala noticia: es una oportunidad. La primera condición para combatir la pobreza es verla con claridad. Este año, Chile decidió por fin encender la luz.
Por Juan Cristóbal Romero, Hogar de Cristo




