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(Opinión) El buen trato al final de la vida

Por Alicia Valdés Rojas, Académica de Terapia Ocupacional, U.Central


Junio, mes del buen trato a las personas mayores, nos invita a reflexionar sobre una de las preguntas más profundas que podemos hacernos como sociedad: ¿cómo queremos ser cuidados cuando llegue el final de nuestra vida?

Cuando se consulta a las personas, la mayoría expresa que quisiera morir en su casa, rodeada de afectos, en un ambiente tranquilo, sin dolor ni angustia. La experiencia nos muestra que ese anhelo muchas veces no se cumple. La institucionalización de la muerte, la medicalización excesiva y el temor al sufrimiento nos han llevado a delegar en otros un momento que, por su naturaleza, nos interpela a todos.

Acompañar a alguien que muere no es sólo una cuestión médica, es ante todo, un acto profundamente humano. Escuchar a la persona enferma, sin interrumpirla ni minimizar lo que siente, es un gesto de respeto. Muchas veces, el dolor más profundo no es físico, sino emocional: sentirse solo, incomprendido o invisibilizado.

Otro aspecto delicado es la forma en que entregamos la información. Aún persiste la idea de ocultar el diagnóstico o el pronóstico por temor a “hacer daño”. Sin embargo, el silencio forzado o las mentiras piadosas suelen generar más angustia que alivio. La verdad, dicha con sensibilidad, permite que la persona tome decisiones, ejerciendo su autonomía hasta el final.

Acompañar no significa invadir. No todos quieren compañía constante, visitas numerosas o rituales que no comparten. Hay personas que necesitan silencio, otras que desean hablar, algunas que sólo quieren que alguien esté ahí, sin hacer preguntas.

Uno de los aspectos más relevantes es el alivio del sufrimiento. Prolongar la vida a toda costa, sin considerar la calidad de esa vida, puede ser una forma de violencia. En cambio, ofrecer cuidados paliativos oportunos, que alivien el dolor físico y también el malestar emocional, es dignificar el proceso de morir.

Es esencial que la persona que transita esta etapa participe en las decisiones que le afectan. Mientras su conciencia lo permita, tiene derecho a decidir sobre su entorno, sus tratamientos, sus afectos.

En décadas pasadas, morir en casa era una práctica común. La muerte no se ocultaba: se compartía. Los niños la veían, los adultos la acompañaban, los vecinos se reunían. Hoy, en cambio, hemos desplazado la muerte a espacios institucionales y, con ello, perdemos también la oportunidad de vivirla como un acto de amor y humanidad. Morir en casa debería volver a significar morir en paz, rodeado de afecto, cuidado y comprensión.

Para lograr esto, se requiere que como país avancemos en garantizar el acceso equitativo a cuidados paliativos, que formemos a nuestros profesionales en atención compasiva, que apoyemos emocional y prácticamente a las familias que cuidan, y que comencemos a hablar de la muerte como parte de la vida, sin eufemismos.

Cuando llegue mi momento, desearía que me traten con respeto, que me hablen con la verdad, que me acompañen incluso en mi silencio, que alivien mi dolor y que no alarguen innecesariamente mi sufrimiento. Quisiera que escuchen mis decisiones, que respeten mis creencias, y que me cuiden como les gustaría ser cuidados. Porque una buena muerte no es una fantasía: es aquella que no duele, que no abandona, que no miente… y que honra la vida hasta su último suspiro.

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